¿HASTA CUÁNDO?

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Daniel MoyaAsunción camina lenta y tímida. Aún está en shock. Está sola en una ciudad de ocho millones de habitantes. Hasta el lunes vivía en un pequeño pueblo de Cundinamarca. Llegó el martes para hacer de Bogotá su nueva ciudad. Por la noche dos hombres la asaltaron y le quitaron todo lo que tenía. Con suerte, “sólo” fue eso. Pasó la noche a la intemperie en una urbe peligrosa que la había recibido con violencia. El miércoles se subió en un K43 gracias a que una mujer le regaló un saco, dulces y un pasaje para que tuviera la oportunidad de volver a casa. Subida en el transmilenio pedía, con la voz trancada, nerviosa y tímida, algo de dinero para recaudar y comprar un tiquete que la llevara de vuelta a casa antes de la noche. Sólo quería volver a casa. Ojalá lo haya conseguido.

Byron había pasado apenas tres minutos antes por el mismo vagón del K43. Apenas tiene 17 años. Le acompaña su hermana pequeña, de 9. No tienen familia. Están solos y solicita ayuda para poder pagar una habitación. Cualquier trabajo antes de hacer cosas indebidas, de quitarle a los demás. La escuela no es un lugar que entre en sus posibilidades. Quien sabe si logren pagar la renta de la habitación. Byron, tras escuchar la historia de Asunción, le dio una de sus monedas.

Al mediodía, Pablo, padre de familia, recurría a vender algunas chocolatinas mientras cargaba con su hija, de apenas dos o tres años. Es un agente comercial improvisado que apenas busca conseguir el sustento de pasar el día. Otros días no era Pablo. Otros días podía ser María, Gladys o Meredith. Por la mañana, poco antes, se subía a un alimentador Javier, acompañado de una guitarra. Quizás devore más notas musicales que pan a lo largo del día. Explica su situación. Él no vende golosinas. Vende esperanza. “Saber que se puede. Querer que se pueda. Quitarse los miedos. Sacarlos afuera. Pintarse la cara color esperanza. Tentar al futuro con el corazón”, canta en un vehículo que sortea socavones en la carretera de la capital de un país de casi 50 millones de habitantes.

Semanas atrás dos pequeños viajaban en el H54. No sólo están solos. Ni siquiera están en su país. Cruzaron la frontera de Venezuela acompañados de su tío para instalarse en Colombia en busca de alguna oportunidad. Incluso la clandestinidad parecía mejor opción. Murió hace poco. Ambos ofrecen su baile en los vagones del transporte público para conseguir algo de dinero con el que poder traer a su madre, todavía en el país vecino. Es probable que sigan solos como migrantes.

Unas noches atrás se montaba exhausto, casi a última hora, Luis Mario. Su hija está ingresada en el hospital por una bacteria estomacal que requiere de tratamiento. No puede pagarlo. Necesita 25.000 pesos diarios. Apenas ha conseguido 2.900 durante el día. Intenta conseguir lo máximo posible antes de que acabe el servicio de transmilenio, al que apenas le queda hora y media. Se desconoce si pudo darle a su pequeña las dosis necesarias para su recuperación.

Fuera de transmilenio, un joven menor de edad es asesinado después de que le robasen el celular. Había bajado a imprimir unos apuntes. Era de noche. En otra zona, una familia de escasos recursos que apenas vende bolsas de basura está sentada sobre el escaparate de un establecimiento. Quizás piensen adónde ir esa noche. El vigilante de seguridad sale y les pide que, por favor, se sienten cuatro o cinco metros más a la izquierda, pero no en el negocio.

La única salida para prosperar es recurrir al éxodo urbano, vaciar pequeños municipios para continuar la masificación de grandes urbes inoperantes. Hay niños que no tienen derecho a soñar ni pupitre en una escuela desde el que aprender. Otros niños no sólo no tienen escuela, tampoco tienen el regazo de su madre para sentirse seguros en una jungla que abre el telón impasible. Los que pueden ir corren el peligro de morir simplemente por coincidir espacial y temporalmente con asesinos. Hay padres y madres que sólo pueden ofrecer a sus hijos jornadas maratonianas en la calle para, simplemente, subsistir ese día. Quizás mañana haya un golpe de suerte. Otros son echados mientras recuperan el aliento tras una jornada de incierta subsistencia. Hay personas que desde su miseria ofrecen algunos pentagramas interpretados que amenizan el viaje rutinario de hormigas camino de su puesto de trabajo. Para otras sólo pueden disponer de salud si, previamente, disponen de billete que les dé acceso a un tratamiento. El fracaso socioeconómico no puede privatizarse en la solidaridad individual. La caridad de unas pocas monedas diarias para conseguir salvar el día no es la solución.

Pobres que roban a pobres mientras peces gordos expolian como en los tiempos de la colonia. El Gobierno plantea reformas tributarias que pretenden recaudar a costa de los más vulnerables. Las reformas sanitarias privatizan niveles que, ya de por sí, atentan contra los derechos humanos. Lo básico es un lujo. Las multinacionales exprimen beneficios a cambio de salarios indecentes. Desigualdad, pobreza, individualismo, violencia, desprotección. Y los medios siguen el proverbio africano: ven, oyen y callan. Todos los nombres anteriores son ficticios, personas anónimas cuyas historias son reales. Quizás el lector también las haya presenciado. ¿Hasta cuándo?

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