¿Tienes miedo?

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Cuando uno busca tan extremadamente los medios de hacerse temer, encuentra antes siempre el medio de hacerse odiar. Montesquieu

El miedo es un instinto normal de supervivencia frente a cualquier circunstancia que pueda afectar nuestra vida, nuestra integridad, nuestra familia, nuestra comunidad, nuestra estabilidad material o emocional. Quienes a lo largo de la historia de la humanidad han querido oprimir y mantener el dominio sobre personas o pueblos sometidos por la violencia, siempre han acudido o acuden a la amenaza o la represión para mantener el statu quo, para preservar el poder, para exterminar cualquier manifestación de inconformidad. Escribo sobre el miedo porque a propósito del retorno de las masacres, el incremento de las amenazas de las “Águilas Negras”, los perfilamientos del Gobierno y la concentración del poder, parecería que es inevitable que nos aplasten y que la sociedad se someta al terror y se resigne a la cleptocracia.

Sin embargo todas las luchas son dialécticas y muy a menudo en mi largo compromiso por la defensa de los derechos humanos he padecido miedo y para poder avanzar he tenido que domarlo, recuerdo en esos momentos de tribulación una frase de Nelson Mandela “Aprendí que el coraje no era la ausencia de miedo, sino el triunfo sobre él” y si queremos liberarnos de tanta cadena de oprobio, debemos unirnos para que el miedo se transforme en la decisión de vencer sobre los crímenes, la guerra y las injusticias.

Los que nos hemos dedicado y nos dedicamos a la defensa de los derechos humanos, nos enfrentamos a estructuras de poder que pretenden ocultar sus crímenes, que quieren que no se investiguen, ni que se denuncien a los responsables, que se ignore a las víctimas y que no se les repare. Quiero recordar a un general, miserablemente célebre, quien me pidió no olvidar la fábula de “El flautista y el León”, Mario Montoya Uribe, quien en ese momento era comandante de la Fuerza de Tarea Conjunta del Sur, instalada en la base militar de Santa Ana en Puerto Asís, Putumayo. La fábula del “Flautista y el León”, tuvo origen en un consejo de seguridad convocado por el alcalde Manuel Alzate Restrepo, de Puerto Asís, Putumayo, promediando el año 2000, ante los asesinatos, masacres y desapariciones de centenares de personas cometidas por paramilitares asentados en la hacienda Villa Sandra, con la complicidad de la Brigada XXIV del Ejército Nacional, comandada por el Coronel Gabriel Ramón Díaz Ortiz.

En el municipio, tres mosqueteros que en realidad eran 4, se unieron como en la novela de Alejandro Dumas, “Uno para todos y todos para uno”, para enfrentarse al escenario de terror con peligro para sus propias vidas; el sacerdote Campo Elías de la Cruz, quien nació para servirle a Dios y a su pueblo, el personero Germán Martínez quien asumió en serio su rol de defender los derechos humanos en su municipio como representante del Ministerio Público, Gilberto López un agente de la Policía Nacional que quería hacer respetar las obligaciones constitucionales de la fuerza pública y, del propio alcalde quien sobreviviría a varios atentados contra su vida. Acudimos al llamado del alcalde tres organizaciones de derechos humanos, el CINEP, MINGA y el CAJAR, con el objetivo de contribuir a proteger las vidas de estos ciudadanos ejemplares y de prevenir más olas de terror contra la población.

Antes de iniciar el Consejo de Seguridad recibimos testimonios de indígenas, campesinos y de estas mismas autoridades, sobre los crímenes promovidos y perpetrados por lo que el personero llamó “el matrimonio entre las Fuerzas Armadas y los paramilitares”. De camino al auditorio de la alcaldía y atravesando el parque central, en medio de un calor extenuante y húmedo, nos informaron que a unas cuantas cuadras de allí habían asesinado a un gobernador indígena que llegó al municipio con su intención de rendir su testimonio ante nosotros y el consejo de seguridad. La noticia nos indignó aún más. Le pedí a los mosqueteros que no hablaran, que no expusieran sus vidas allí y que me dejaran a mí llevar la vocería.

El auditorio estaba lleno, estaban presentes delegados del Ministerio del Interior, de la Procuraduría General, de la Defensoría del Pueblo, del Ejército, de la Policía y seguramente de uno que otro paramilitar delegado para la ocasión. Se destacaba entre todos, un hombre con un uniforme reluciente, quizás nuevo para la ocasión, con unas cuantas condecoraciones, el general Mario Montoya Uribe, quien según nos informó había sido designado recientemente comandante en la región. Empecé mi intervención señalando que el Coronel Gabriel Ramón Díaz no debería estar en el auditorio sino preso, que era un cobarde que no le hacía honor al uniforme que portaba, recordé que los paramilitares llegados de Córdoba y Urabá, instalados en la Hacienda Villa Sandra, el 9 de enero de 1999, habían iniciado su régimen de terror con la masacre de al menos veintiséis personas y la desaparición forzada de otras catorce en la población de El Tigre, cerca de Puerto Asís, entre centenares de crímenes más, mientras la base paramilitar, era custodiada por tropas del Batallón XXV y de la Brigada XXIV, en el municipio se movían a sus anchas porque contaban con el apoyo de la Policía Nacional. Denuncié que los oficiales y suboficiales del Ejército y de la Policía allí presentes recibían ingresos de los paramilitares y que estos en sus crímenes no estaban al servicio de la fuerza pública, sino toda la fuerza pública al servicio del proyecto paramilitar.

Las torturas, las desapariciones, las masacres eran crímenes de lesa humanidad que allí se seguían perpetrando porque hombres sin decoro ensangrentaban la bandera nacional y aquel hermoso rincón de la patria. El Gobierno central que no había hecho presencia en la Amazonía llegaba del peor modo, con represión criminal y terrorismo estatal y paramilitar. Recalqué que no pagábamos impuestos para tener criminales en las instituciones y los que faltaban a sus obligaciones constitucionales y legales tenían que recibir las correspondientes sanciones. El coronel Gabriel Ramón Díaz intentó interrumpir mi intervención en varias ocasiones, sudaba copiosamente y me miraba, por momentos con rabia y en otros con miedo.

Si el coronel tenía miedo porque lo estaba desnudando en su pírrica condición de oficial corrupto y criminal. El general Mario Montoya Uribe invitaba a su hombre a que se calmara, a que dejara hablar al “Dr Pérez Casas”, cuando terminé el general me dijo que yo había hechos denuncias muy graves que ciertamente de ser ciertas tenían que ser investigadas y sancionadas, que él era el primer interesado en que nadie faltara a sus obligaciones, ni toleraría que se manchara el honor militar con actos degradantes. Y me invitó a desayunar al día siguiente en la sede de su comando en la base militar de Santa Ana porque quería escuchar con mayor detalle nuestras denuncias, consulté con mis compañeros de viaje, Diana Sánchez de MINGA y Teófilo Vásquez del Cinep y aceptamos la invitación del general con la ingenuidad de creer que aquel general recién llegado a la región podría ser un hombre como el agente López que con su poder si podría ayudar a terminar con tanta barbarie. Esa noche no dormí, nos quedamos en un hotel modesto, construido en madera que olía a viejo, chirriaba el piso al caminar, chirriaban las puertas al abrirsen, chirriaban las ventanas, chirriaba la muerte.

El mejor alojamiento del municipio el Hotel Quirama había sido destruido el 5 de febrero de aquel año con un carro bomba que mató dos personas y dejó muchos heridos. Me ofrecieron una habitación hacia el interior del hotel u otra con balcón hacia la calle en el segundo piso, escogí la que tenía acceso a la calle porque pensé que en caso de peligro podría intentar huir o al menos gritar para decir mi nombre en caso de que llegaran a asesinarme. No dormí primero porque había un bar abierto al lado de mi balcón, que hasta la una de la noche dejó sonar uno que otro narcocorrido, uno que otro vallenato de Diomedes Díaz, uno que otra canción de despecho de Julio Jaramillo por las que los hombres matan a sus mujeres o se suicidan bebiendo alcohol. Coloqué contra la puerta un viejo armario que me costó arrastrar para tener tiempo de hacer una llamada en caso de un ataque. Luego constaté que había perdido el tiempo y mi energía porque me había quedado sin señal.

Vencí el miedo cuando ya empezaba a amanecer, respiré profundo, me duché me fui a buscar a mis compañeros de infortunio para cumplirle la cita al general Mario Montoya Uribe que nos esperaba con un buen desayuno amazónico. Diana y Teófilo como yo, no habían podido pegar un ojo durante la noche, empezamos a buscar un taxi que nos llevara a la base militar de Santa Ana, muchos se negaron, finalmente accedió a llevarnos uno al que le ofrecimos cuatro veces el precio de lo que valía normalmente la carrera. Le preguntamos a aquel taxista, un hombre mestizo curtido por el sol y ancho de hombros de unos cuarenta años, cuál era la razón por la cual no nos querían llevar y, nos comentó que había retenes paramilitares en el camino, que si éramos desconocidos para ellos o estábamos en una de sus listas probablemente nos asesinarían y en el mismo taxi lo obligarían a cargar los cadáveres para llevarlos a la morgue del municipio o al botadero de basura, que a menudo les dejaban los carros ensangrentados y no les pagaban la carrera ni la lavada del carro.

Le dije que por nosotros no se preocupara que estábamos invitados por el general Montoya a desayunar en su comando y que seguramente no encontraríamos retenes paramilitares en el camino. Pasamos al frente de la base paramilitar de Villa Sandra, no encontramos ningún retén ni militar ni paramilitar en el trayecto. Quisimos que el taxista nos testimoniara más sobre su propia experiencia, pero nos dijo que si todavía seguía vivo era porque había comprendido muy bien el dicho popular que “en bocas cerradas no entran moscas”, así que el resto del trayecto fue acompañado de un silencio casi sepulcral.

Llegamos puntuales a la cita con el general, para mi sorpresa quién nos esperaba en la puerta era el coronel Gabriel Ramón Díaz, se dirigió a mi con los ojos demacrados, su rostro sin afeitar y con palabras suplicantes “Dr. Pérez Casas no arruine mi carrera militar, es todo lo que tengo, estoy en curso de ascenso a general y yo soy una persona de bien, voy a misa todas las semanas, rezo todos los días y tengo hijos que quiero puedan ir a la universidad y una mujer que me ama, he combatido con rigor toda mi vida como soldado de la patria a las guerrillas y a las autodefensas…”. Pensé mientras hablaba que aquel hombre tenía miedo, un miedo profundo como el mío, por causas radicalmente distintas. Lo interrumpí y le dije que no habíamos llegado a hablar con él, que si su carrera militar terminaba y su hoja de vida se manchaba no era por nuestras denuncias, sino por los centenares de víctimas que había dejado su actuación como comandante de la Brigada XXIV.

Al fondo del corredor se apareció el general Mario Montoya Uribe, muy bien vestido, muy bien peinado, muy bien afeitado, muy bien perfumado, creí sentir el olor a la colonia Old Spice, de la botellita blanca que usaba mi abuelo. El general afable nos invitó a su despacho. Sin tomarnos un tinto, sin sentarnos, el general Montoya Uribe de pie y del otro lado de la mesa, nos saludó y comenzó a recordar mis tiempos de líder estudiantil, los días que me llevaron a la cárcel Modelo por una protesta estudiantil de la Universidad Nacional que terminó reprimida por la policía en la Plaza de Bolívar y nosotros gaseados y golpeados, con varios de mis compañeros terminamos apaleados en una estación de policía y luego encarcelados sin haber cometido delito alguno. Me recordó que yo tenía una hermosa mujer y unos bellos hijos que me necesitaban y que quería contarme una fábula la del “Flautista y el león” para que no la olvidara y mi vida siguiera su curso normal.

El general me miraba a los ojos sin parpadear, me recalcó que la fábula que empezaba a contarme se la había contado a un amigo empresario que no había comprendido la metáfora de la misma y le había tenido que enviar flores al cementerio una semana después. “Llegó al Amazonas un flautista que amaba la naturaleza, quería llevarse flores de las guacamayas, de los micos y hasta de las serpientes. Feliz iba tomando fotos cuando se le apareció un león – pensé leones no hay en el Amazonas pero no lo interrumpí- y se dispuso a atacar al flautista que una reacción rápida no se le ocurrió correr sino tocar la flauta y con la música que interpretaba el león no acostumbrado a la bella melodía de la interpretación del himno de la alegría de Beethoven se extendió complacido a los pies del flautista, que agotando su repertorio de música clásica empezó a hacer sonar música salsa.

Dr. Pérez Casas, se prendió la fiesta en el Amazonas, llegaron todos los leones y empezaron a bailar, el flautista estaba emocionado con su impacto, cuando de repente un león grande saltó sobre los demás, se tragó al flautista y se acabó la fiesta. Moraleja Dr. Pérez Casas -concluyó el general con voz fuerte y apasionada, levantando las manos que hasta entonces tenía recostadas sobre la mesa, inclinándose hacia nosotros, hay muchos leones sordos de este lado del río y del otro lado del río”. Le respondí de inmediato al general Mario Montoya Uribe que también tenía otra historia que contarle no protagonizada por animales sino por la justicia internacional.

La Fiscal Carla del Ponte del Tribunal Penal Internacional para la Ex Yugoeslavia había dictado una orden internacional de detención contra el general serbio Ratko Mladić y le pregunté “¿sabe por qué general Montoya Uribe? Porque tenía muchos leones sordos en sus tropas”. El general perdió su compostura, se le acabó el trato amable y extendió sus brazos hacia los lados como una persona que espera ser crucificada, de espaldas a un inmenso ventanal que detrás dejaba observar un hermoso jardín y más lejos la espesura de la selva ¿ Y a mi a qué tribunal me va a mandar? Me increpó muy molesto. Le respondí que al tribunal que fuese competente si él encubría los crímenes que allí se estaban cometiendo.

Di la vuelta, también muy molesto y regresé con el taxista que nos esperaba, unos minutos después llegaron mis compañeros del frustrado desayuno, con sus rostros desencajados como el mío. El taxista preocupado por él, por su carro que había lavado la tarde anterior, sólo nos preguntó “no se habrán metido en problemas”, le respondí que no, que nada nos pasaría y que nos llevara lo más rápido posible a Puerto Asís. Ni Diana, ni Teo me dirigían la palabra, no por el hambre por no haber desayunado, sino por el hambre de querer seguir viviendo. El miedo salió de nuestros cuerpos e inundó aquel vehículo.

El taxista nos llevó de regreso en mitad del tiempo, mientras los leones sordos del general Montoya nos adelantaban en sus motocicletas sin placas, sin uniformes y sin fusiles, mirándonos, burlándose, alzando sus armas. En cada recodo del camino esperábamos ser emboscados, o encontrarnos con el retén paramilitar donde nos desaparecieran. Para mis adentros pensaba tratando de vencer el pánico que se apoderaba de nosotros, el general Montoya no será tan estúpido para permitirse que hoy nos asesinen en un territorio bajo su control y después de habernos invitado en público a desayunar.

Finalmente pudimos tomar el avión de regreso a Bogotá, nunca había gozado tanto el aire frío de la sabana como aquella tarde húmeda de la capital. El coronel fue finalmente ascendido a general y sólo fue separado del servicio siendo comandante de la Brigada II del Ejército en la costa norte porque desaparecieron dos toneladas de cocaína en Barranquilla y por petición expresa de la DEA quien alegó sus nexos con narcotraficantes y paramilitares, luego de varios meses de insistencia finalmente la ministra de la Defensa Martha Lucía Ramírez, silenciosamente separó del servicio al general Gabriel Ramón Díaz Ortiz1 sin que haya recibido ninguna sanción ni disciplinaria, ni penal2 [2]. Debemos seguir presumiéndole inocente mientras goza de una pensión paga con nuestros impuestos.

Todas las denuncias penales en la Fiscalía fueron acumuladas en un expediente en la Unidad de Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario, pero el entonces Fiscal General de la Nación, hizo desaparecer el expediente y persiguió a los fiscales que querían investigar los crímenes de Estado. En la Procuraduría General de la Nación tampoco avanzaron las quejas disciplinarias. El círculo del terrorismo estatal se sellaba y sella con la impunidad. El general Mario Montoya Uribe siguió allí más de un año más, cumpliendo con la estrategia del Plan Colombia, desalojar a las FARC so pretexto de combatir el narcotráfico, consolidando el control paramilitar financiado por el narcotráfico que les permitía remunerar muy bien a todos los que se sometían al proyecto paramilitar en la fuerza pública3.

Los batallones “antinarcóticos colombianos”, fueron creados con asistencia y financiación del Gobierno de los Estados Unidos y entrenados por militares estadounidenses, quienes coordinaron activamente el despliegue paramilitar en todo el país con el Ejército Nacional. En el Putumayo “con la XXIV Brigada, utilizando sus instalaciones, su inteligencia y su apoyo logístico durante la Campaña en el sur de Colombia”4. Luego trasladaron al general Montoya a Medellín, donde según lo han denunciado muchos jefes paramilitares, siguió actuando con ellos provocando masacres, asesinatos y desapariciones forzadas como comandante de la IV Brigada. Se le señaló de haber provocado la matanza de centenares de civiles a los que se les presentó como “guerrilleros dados de baja en combate”5 . En febrero de 2006, como reconocimiento a sus méritos, el entonces presidente Álvaro Uribe Vélez lo nombró Comandante del Ejército Nacional.

Mientras el general Mario Montoya Uribe continuaba su periplo de terror, yo tuve que irme al exilio y pude intervenir en un foro en Ginebra, Suiza, durante una sesión alterna del entonces llamado Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas en compañía del Fiscal General de la Corte Penal Internacional, Luis Moreno Ocampo, de la Fiscal para el Tribunal Penal para Ex Yugoeslavia -TPIY- Carla del Ponte y del juez de la Audiencia Nacional de España Baltasar Garzón. En mi intervención narré la fábula del “Flautista y el León” del general Mario Montoya Uribe quien fue separado de la carrera militar en noviembre de 2008, luego de estallar el escándalo de la matanza de los jóvenes de Soacha, secuestrados, desaparecidos y masacrados para hacerlos aparecer como “guerrilleros dados de bajo en combate”.

El general Mario Montoya Uribe pidió ser aceptado en la Jurisdicción Especial para la Paz, pero se ha negado a aceptar ninguna responsabilidad, lo cual es una afrenta a millares de víctimas que reclaman su exclusión de la JEP. Como quiera que el general Montoya Uribe leerá estas líneas le recomiendo decir la verdad, que la verdad repara, que pida perdón porque el perdón repara, que contribuya a las garantías de no repetición confesando todo lo que sabe y se libere de esa carga que corroe su conciencia. En nombre y en consecuencia del Acuerdo de Paz no pagaría ni un día de prisión. Líbrese de sus malos asesores.

De lo contrario, general Mario Montoya Uribe, le recuerdo que finalmente el general serbio fue capturado el 26 de mayo de 2011 y El 22 de noviembre de 2017, el TPIY anunció su veredicto, condenando a Mladić a cadena perpetua al ser hallado culpable de genocidio, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra6 , porque aunque nunca aceptó su responsabilidad penal tuvo muchos leones sordos en sus tropas. ¿Tienes miedo? yo sí, porque amo la vida y quisiera que el ciclo vital de mi existencia termine un día lejano cuando la vejez me impida valerme por mis propios medios, mas seguiré luchando sin claudicar, en todos los escenarios posibles, para que los que adiestran y dominan los leones sordos que están en muchos niveles del Estado y de la sociedad, reciban el repudio social y la sanción penal que se merecen.

Las opiniones realizadas por los columnistas del portal www.laotravoz.co no representan la identidad y línea editorial del medio. Les invitamos a leer, comentar, compartir y a debatir con respeto.

 

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